Las comunidades digitales poseen un potencial transformador que es esencial para el desarrollo del tejido económico de los territorios
La complejidad es una cualidad que define nuestros tiempos. Las situaciones, personas, intereses y contextos se interrelacionan de maneras tan complicadas que, a veces, predecir eventos resulta una tarea inabarcable. Asimismo, esa complejidad hace que los sistemas interconectados sean muy sensibles a las variaciones, pudiéndose generar cambios sustanciales a través de alteraciones relativamente pequeñas. En física a esto se le llamó “efecto mariposa”, el hecho de que una pequeña acción podría tener un potencial de cambio considerable al estar los elementos envueltos en una red de conexiones complejas.
Esto nos lleva a la consideración sobre el papel que una comunidad digital puede desempeñar en una sociedad y, como consecuencia, los efectos que puede llegar a generar.
En primer lugar, conviene entender que una comunidad digital es el lugar en el que coinciden distintos ecosistemas. Éstos a su vez son entidades preexistentes a la comunidad, nacen y se desarrollan mediante personas, con intereses comunes y objetivos similares. Y es, después, cuando se pueden encontrar y conformar una comunidad. Dicha comunidad les ofrece la posibilidad de interactuar a distintos niveles e interconectar a los agentes de los ecosistemas. Todas estas interacciones tienen además como objetivo producir algún tipo de impacto, algo que se logra a través de la materialización de los intereses en cosas concretas como: proyectos, eventos, programas y un largo etc.
Las comunidades digitales cuentan con un potencial transformador
La metáfora del efecto mariposa se llama así porque implica imaginar una mariposa que aletea y desata un ciclón en el otro extremo del mundo. Las comunidades digitales contienen un potencial transformador equivalente a esto de lo que hablamos. Lo tienen porque pueden generar “outputs” que pueden dar como resultado dinámicas sostenidas en el tiempo basadas, además, en iniciativas de impacto real fuera de la comunidad.
Pongamos, por ejemplo, un proyecto de investigación que nace de la comunicación entre varias personas que trabajan en proyectos similares pero desde ámbitos distintos. Es habitual que ciertos círculos como el académico o profesional de determinadas áreas funcionen de una manera estanca, tendiendo lazos de comunicación y colaboración entre agentes siguiendo esquemas tradicionales: ferias, congresos, foros, puntos de encuentro profesionales, etc. Estos espacios, aunque exitosos, muestran una limitación, y es que, pueden carecer de la flexibilidad suficiente para conectar personas relevantes porque ni siquiera las consideran.
A fin de cuentas, a este tipo de encuentros asisten personas que se entienden como parte de un colectivo interpelado por el objetivo del encuentro. Si bien esa identidad percibida también está presente en cualquier comunidad digital, éstas se construyen alrededor de los intereses y necesidades comunes, lo que amplía inevitablemente la red. De esta manera, pueden formar parte de un determinado proyecto personas que, de otro modo, no hubieran entrado en contacto.
La construcción de la comunidad como llave del éxito
Para dotar a estas comunidades de ese potencial que espera a ser desatado, el proceso que desarrollamos en Urbegi Social Impact arranca con el diseño y construcción de la misma, desde sus componentes estratégicos básicos.
El primer paso es la detección de los intereses comunes. Es lo que, dentro de nuestra metodología, llamamos el ADN de la comunidad, esa identidad reflejada en unos intereses comunes que han de ser detectados porque ahí va a estar la posibilidad de romper las barreras entre espacios aislados. A contraposición del modelo basado en la identidad (empresas con empresas, universidades con universidades, emprendedores con emprendedores) el enfoque en los intereses supone una visión transversal que da como resultado el eje sobre el que se va a construir la comunidad.
En el diseño y análisis inicial se dedica mucho esfuerzo a través de la selección de una variedad representativa de agentes de distintos ecosistemas que son considerados susceptibles de generar una comunidad. Habiéndose identificado, se realizan prospecciones alrededor de esos intereses, detectando los elementos que no salen a la luz a primera vista. Por eso, se llevan a cabo dinámicas cualitativas que persiguen analizar el discurso y generar diálogos en espacios controlados para la obtención de conclusiones (grupos focales, grupos de discusión, entrevistas, webinars, etc.).
El siguiente paso es ya decidir cuáles van a ser los espacios que constituyan la comunidad. Nuevamente, no se diseñará en función de intuiciones sino en función de datos recogidos mediante metodologías específicas.
Red interconectada como motor de acciones
La base de la comunidad digital, como resultado de su diseño, es la colaboración y la participación. A diferencia de una red social que conecta personas y genera canales de comunicación, las comunidades digitales van un paso más allá porque ponen el énfasis en la acción. Bien sea accionando contenido interesante o bien sea proponiendo proyectos en los que colaborar, distinguiendo tareas, creando un repositorio de recursos y proporcionando todo lo necesario para alcanzar un objetivo.
En definitiva, las comunidades digitales, diseñadas y preparadas siguiendo esta metodología pueden ser lanzaderas de iniciativas que contribuyan de manera decisiva y positiva al impacto social.